– Lc 24,1-12 –
En el silencio
Silencio en las calles luego de un día ruidoso. El reposo ineludible después de horroroso griterío. La consciencia pesada de quien se ha dejado llevar más allá de la cordura. El Shabatt, reposo obligado, viene al auxilio como excusa perfecta.
Silencio también entre Tus amigos. El horroroso espectáculo ha quedado grabado en sus pupilas, no pueden quitarse esas imágenes violentas de la retina. Ellos han visto Tu cuerpo tendido al bajarte de la cruz, ellos han visto Tus llagas, Tu costado traspasado. Se trata de una realidad irremediable. En la apariencia, de la muerte no se vuelve.
Ellos lo saben. Han creído en Ti, el Mesías anunciado y esperado. Te han seguido y escuchado todo lo que has dicho. Aunque costaba creer la verdad de Tus palabras dolorosas, “El Hijo del hombre tiene que sufrir, será entregado”, lo han visto. Ante su mirada estupefacta, han comprobado los sucesos. Todo se ha cumplido. Ya no esperan nada más, solo hay desconsuelo y llanto. Aunque también anunciaste la resurrección, lo inverosímil de la promesa, desbarata todo optimismo cuando viene a sus mentes.
La tristeza los embarga, la culpa, el miedo, el enojo. Han presenciado la injusticia más grande de la historia y con ella, se han llevado a su Amigo al sepulcro y no han podido ayudarte. Hay desesperanza y un gran silencio.
En la casa de María ya no estaba María. Juan la recibió en su propia casa desde esa hora dolorosa. Y juntos vivieron como Madre e hijo. Se consolarían en el dolor mutuamente…
Juan, el discípulo amado había quedado sin su Maestro.
María, la Madre del Mesías, había quedado sin su Hijo.
Todo era desolación. Ella recordaba hoy más que nunca las palabras del anciano Simeón aquel día lleno de ternura: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos…”. Certera profecía, una división separa a quienes cayeron y a quienes elevaste. Nadie pudo quedar indiferente a tanto… “Signo de contradicción” bien que lo fuiste en Tu tiempo y lo sigues siendo aún hoy. O se está de un lado o del otro. Es tajante la separación, nadie queda en la frontera.
¡Y tú Madre dolorosa, cuánto sabes hoy, de esa espada anunciada que te atraviesa el corazón fulminante! El dolor, la angustia es descomunal. Ver a tu Niño tendido en esa cruz, maltratado por Sus amigos, te lleva de repente a ese día en que, siendo un pequeño bebé, llevaste en brazos junto a José y los dos pichones de paloma para Su presentación en el Templo. Cuantas cosas conservadas en Tu corazón de Madre, cuantas que no entendiste y hoy todas cobran sentido.
Hoy se ha tragado la tierra a ese Hombre que fue tu Niño perdido. Hoy parece haber desaparecido este Jesús que, igual que a sus doce años, volverá al tercer día. Lo encontraron con José en el Templo, en la casa de Su Padre, ocupándose de Sus asuntos. Igual que ahora. Cuanto te consuela, bienaventurada Madre, saber que también ahora, está cumpliendo la voluntad del Padre, esa de la que también tu eres Su servidora fiel.
Y “al tercer día lo hallaron”, al igual que ahora, Jesús, resucitarás al tercer día.
Así lo anunciaste y así sucederá. Nadie como Ella cree en Tus palabras, en Tus anuncios. Nadie como Ella se somete a los designios del Padre, con la certeza sobre que esos planes son mejores a los suyos. Nadie como Ella Te ama y Te amó.
Por eso es que asume cualquier costo para se haga como decides, como sea Tu voluntad. Aún el alto precio de haberte visto partir.
Por eso, contra toda esperanza y en un profundo silencio, Ella espera.
Eso que aprendió a hacer cuando vivían juntos con José, cuando nada es posible, esperaron. Creyeron (Rom. 4, 18).
Cuando todo se ha cumplido, María lo sabe, todavía falta la Victoria. Y Ella, nuestra Madre del silencio, Madre de la esperanza, en medio del dolor, de la oscuridad, Ella, espera.
Quiero aprender de ti, Madre sufriente. Cuantas veces parece que la Verdad se ha escondido para siempre, cuántas veces parece que tu Hijo, mi Señor, no está, que se ha ido, que no me habla.
Jesús, quiero aferrarme fuerte a esta expectación confiada. En medio de los dolores de la vida, descansar en la certeza de Tu presencia constante. Aún en el silencio, siempre estás a mi lado, mi Señor escondido. “No hay nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser conocido” (Lc. 12,2), que Tus palabras, decisivas, surquen mi inteligencia y las recuerde siempre, como auxilio en la hora sombría. Como María, mi Madre dolorosa.
Ella sufre, pero cree que las promesas del Señor serán cumplidas.
María ora y se mantiene de pie en Tu presencia espiritual. Ella llora Tu ausencia física, pero se acuerda de cada una de Tus palabras como si se las estuvieras diciendo ahora. Las escucha, mientras Te añora. Y las cree.
Ella llora, ora y espera.